Ahí en la puerta, un felpudo con un “Bienvenido a casa” (un E.T allí estampado, apuntando con dedo índice, tendría su chispa). Entrar en un hall con percheros y abrigos colgados. Hay casas que se saben vividas, se “huelen” vividas, desde que uno entra por la puerta. Esta, la del Arca, es una de esas.
Olor a hogar. Pongamos, olor a bizcocho, ese que sale desde el horno hacia toda la casa. Me encantan esas cocinas que son el centro de la casa, como el corazón que bombea. Y diría, la del Arca, es una de ellas. Una cocina donde se pelan patatas (tal vez, de esa huerta en el jardín) a varias manos, escuchando una buena playlist; o simplemente se está de cháchara con taza de café en mano. Una nevera con imanes que sujetan lista de la compra, de encargos o, simplemente, un dibujo. Un girasol. Por ejemplo. Una cocina que da para marcarse un baile si suena el Despacito, mientras se pone la mesa para cenar. Una cocina donde uno enjuague los cacharros y otro los seque, y otro los coloque. Así una buena cadena, con alguna risa entre medias. Desayunos largos de fin de semana; cenas o comidas de sobremesa. Alrededor de una mesa donde se comparte el día. Una mesa que bien sepa de acoger invitados. Que se ensanche, que se sumen sillas o platos sin problema. Que las extensiones sean parte de esa mesa. En medio un frasco con florecillas del jardín. Y una vela. Que se enciende antes de bendecir; se apaga al acabar.
Vela que se enciende también, en el salón esta vez. Para rezar juntos. Con una guitarra y una canción. Con el silencio. Con palabras de Jesús. Con peticiones de cada uno. Compartiendo la vida. Un salón con sesiones de ““noche de peli” con palomitas o con Karaoke. Una butaca, unos sofás. Donde uno puede dormir siesta con manta, donde uno pueda leer, jugar, pintar, hablar, coser…Un salón de estar. Para estar.
Puertas de habitaciones con carteles de bienvenida, carteles con el nombre de cada quien; puertas con imágenes del Atlético de Madrid o Bisbal pegados, fotos o dibujos. Cada puerta abriendo a cada uno su espacio. Sus cosas. Su intimidad. Donde uno se encuentra solo consigo, para luego hacer comunidad entre pasillos. Comunidad en la cocina o en el salón. Haciendo hogar.
Suena idílico si imagino un jardín, con un buen césped verde, con flores, una terraza con una mesa y sillas, con una huerta, con una piscina. Como si ese jardín fuesen pulmones, por donde la casa pueda respirar ¡Y si hay sol! Poder sentarse ahí fuera. O poder comer ahí fuera. O poder jugar una petanca ahí fuera. Buenas barbacoas de verano. Buenas celebraciones. Buenas tardes.
Un tenderete (sí es que hay, ¡ese lugar que habla bien de una casa vivida!) con sábanas de flores, vaqueros azules, calcetines a rayas, camisetas de promoción o trapos de cocina.
Una casa con luz. Abierta. Donde uno pueda ser uno. Con todo su esplendor, con toda su vulnerabilidad. Donde uno pueda vivir los días por los que toque pasar, buenos y no tan buenos. Donde uno pueda ser de verdad. Donde se sienta perteneciendo. Siendo familia. Donde otros entren y respiren hogar. Donde se toque simplicidad. Donde se sientan “bienvenidos a casa”. Una casa que bien sepa celebrar; una navidad, el día mundial del Síndrome Down, un carnaval o un cumpleaños. Pero como nada los cumpleaños (me encanta esa tradición que he visto de pasar una vela, entre todos lo que celebran, diciendo cada cual lo que la persona cumpleañera trae en sus vidas; y compartiéndolo en alto). Una casa que acoja. Que invite a familias, que tenga amigos, que dé bienvenida a vecinos. Una casa que salga. Al barrio, de excursión, a la naturaleza, al cine, a pasear, a misa. (Qué precioso sería ser una casa con vocación de servicio, hacia otros; qué bonito encontrarse de algún modo con personas de otros colectivos vulnerables. Acoger o salir a ellos). Una casa donde palpite vida.
Me recorro la casa. Y recorriéndome la casa, ella misma es la que habla de las personas que allí viven. La vida que ponen viviendo juntos. Siendo familia, siendo en la cocina, siendo en la cena, siendo rezando juntos, siendo en los pasillos, siendo barriendo el suelo, siendo en un cumpleaños. Siendo comunidad. Personas que se cuidan, que a veces se sacan de los nervios, que se abrazan. Me recorro la casa y allí no hay rastro de etiquetas (esas que el mundo usa), o por lo menos están más difuminadas: ¿Quién es el “discapacitado”, el “capacitado”, “el que es asistido”, “el que asiste”?
Me encantan esos lugares donde las etiquetas desaparecen. Y esta casa, creo, va a ser una de esos. Creo que sería un buen cierre a este derroche(o no en absoluto) de imaginación, servirse de John:
You may say, I’m a dreamer
But I’m not the only one
I hope some day you’ll join us
And the world will live as one.
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